La Guerra del Pacífico: Los Héroes Olvidados, Los que Nunca Volverán 

 

 

 

 

Un hombre solo muere cuando se le olvida

*Biblioteca Virtual       *La Guerra en Fotos          *Museos       *Reliquias            *CONTACTO                              Por Mauricio Pelayo González

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Cuando a tu paso tropieces con una lápida, aparta la vista para que no leas: AQUÍ YACE UN VETERANO DEL 79. Murió de hambre por la ingratitud de sus compatriotas.

Juan 2º Meyerholz, Veterano del 79

 

 

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17 de Mayo de 1879

SÁBADO 17 DE MAYO.

Sumario.—Llega el vapor del Sur--El Blanco Encalada en marcha.—La Esmeralda y la Covadonga— Reconocimiento de Mejillones—Pisagua a la vista.— Reunión con el resto de la escuadra—El orden del convoy—El tiempo—La navegación en alta mar.—Fosforescencia.

En alta mar, a la altura de Punta Gordas Mayo 17 de 1879.

Por fin esta mañana a las siete llegó el tan esperado vapor del Sur. En él se han recibido cartas y periódicos, y ya la navegación no tendrá la monotonía que tanto teníamos. Con la lectura y los comentarios hay material suficien­te para no sentir durante un día el viaje y entretener el tiempo en amenas y variadas charlas.

Luego, cuando nos vayamos acercando al Callao, ya ten­dremos tela que cortar con los preparativos bélicos y las variantes sobre el próximo combate.

Una hora más tarde zarpa el vapor, y a las nueve y me­dia leva el Blanco su anclote y principia a ponerse en mo­vimiento para abandonar el puerto.

A nuestro paso encontramos a la Covadonga, que anda cruzando fuera de la isla y que con aire entristecido parece despedirse de nosotros y desearnos buen viaje y feliz éxito. Ella y la Esmeralda quedan encargadas de la custodia del puerto.

De seguro que contarán hora por hora los días y espera­rán con indescriptible ansiedad noticias nuestras.

La Magallanes, estacionada fuera, sigue pronto las aguas del Blanco y se le coloca por la aleta de babor.

Hemos puesto la proa al Noroeste y vamos navegando ceñidos a la costa.

A la una y media de la tarde se hacen señales a la Ma­gallanes para que pase a reconocer el puerto de Mejillones, a cuya altura nos encontramos.

No hay allí ningún buque fondeado, y parece que la población está abandonada por completo. El vapor no ha tocado tampoco, ni se ve        ninguna embarcación menor con el anteojo.

La Magallanes vuelve a reunirse con nosotros, y conti­nuamos tranquilamente nuestra navegación al Norte.

Dos horas más tarde avistamos desde lejos a Pisagua, de donde va saliendo el Ilo, es decir, el vapor que había zarpado antes que nosotros de Iquique.

Hacemos entonces rumbo al Oeste y nos alejamos de la costa para reunirnos a los demás buques de la escuadra.

A la altura de Camarones nos juntamos con el resto de los buques y ponemos la proa al Suroeste.

Llegada la noche se cambia el rumbo al Oeste, y se da orden a los buques de colocarse en columna doble en este orden: a la derecha el Blanco Encalada, la Chacabuco y el Abtao, y a la izquierda el Cochrane, la O'Higgins y la Magallanes. El Matías Cousiño parece que nos sigue detrás.

Después de habernos alejado unas cuarenta millas de tierra hacemos rumbo al Oeste Noroeste.

Llega la noche después de un día seco y nebuloso. El ho­rizonte se ve oscuro por todas partes, y de cuando en cuan­do caen algunas chispas de agua que equivalen a copiosas lluvias por estas latitudes.

Por lo demás, apenas corre una tenue brisa del Sureste, y el humo de las chimeneas se eleva al cielo en recta y den­sa columna. Los picos de los Andes arrebatan aquí toda su humedad a la atmósfera, y los vientos del Sur apenas traen envuelto entre sus pliegues un ligero vapor que no alcanza a condensarse en gotas de lluvia.

Solo un abundante rocío baña la cubierta, el mismo que en tierra produce en los extranjeros los constipados pre­cursores de la terrible terciaria. El cuerpo se siente laxo, enervado, y se comprendo entonces la falta de virilidad de esta raza, ayudada además por la molicie y la corrupción que han engendrado en ella sus fabulosas riquezas.

Pero el mar puede contemplarse en toda su imponente majestad, mientras el buque surca tranquilo sus serenas aguas.

Toda la línea de flotación está circundada por una lumi­nosa faja que despide un suave y atrayente resplandor. Con su pálida luz alumbra los poderosos flancos del blindado, que parece un enorme cetáceo deslizándose majestuoso por entre las ondas.

Esa franja fosforescente semeja un largo y flotante cinturón de gasa, de un color blanco tornasolado, que va a per­derse entre las ondulaciones de la estela.

Un poco más afuera los mansos remolinos formados por la proa al cortar el agua figuran tenues nubecillas a través de las cuales se divisa, como chispas de diamante, una es­pecie de brillante nube salpicada de lejanas constelaciones.

De cuando en cuando un pez atraviesa juguetón nuestro camino, y se le ve perderse a saltos por entre la superficie: son las alegres toninas, ese delfín de nuestros mares, anuncio de felicidad y buen éxito para el navegante.

Todas las naves parecen circundadas de una aureola resplandeciente. ¿Será ésta la de la victoria o la del martirio?

Cualquiera que ella sea, puede asegurarse que no será la escuadra chilena un mártir resignado, será más bien un gladiador que muere circundado de gloria, con la mano en la empuñadura de la espada y después de haber causado hondas heridas a su enemigo.

 

 

 

 

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