La Guerra del Pacífico: Los Héroes Olvidados, Los que Nunca Volverán 

 

 

 

 

Un hombre solo muere cuando se le olvida

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Cuando a tu paso tropieces con una lápida, aparta la vista para que no leas: AQUÍ YACE UN VETERANO DEL 79. Murió de hambre por la ingratitud de sus compatriotas.

Juan 2º Meyerholz, Veterano del 79

 

 

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21 de Febrero de 1879

 

DECRETO DE DESPOJO. [1]

(Editorial del DIARIO OFICIAL de Chile.)

El decreto del Gobierno boliviano qua ayer reprodujo este diario y que lleva la fecha del 1° de los corrientes, pone el sello a la justificación de las medidas que el Go­bierno de Chile se ha visto compelido a adoptar y que ha llevado a cabo en defensa de los intereses nacionales de di­verso orden desconocidos y atropellados por el Gabinete de La Paz.

Los fundamentos todos de tan monstruoso decreto de despojo son, como se ha visto, absolutamente prescinden­tes de las solemnes obligaciones contraídas por Bolivia, conforme al tratado de 6 de Agosto de 1874. El Gobierno que lo dicta parece no tener siquiera conocimiento de que este tratado existe, y de que existen también numerosas reclamaciones en reivindicación de su cumplimiento por parte de Bolivia, formuladas y presentadas, así por el Encargado de Negocios de Chile en La Paz, como por la misma cancillería de Santiago.

De nada de esto se da cuenta el Gobierno boliviano, atento solo a ejercer discrecionalmente sus facultades de contratante, que declara por sí y ante sí supervivientes no solo a la tácita aprobación por la Asamblea del 74, del convenio por otra parte definitivo de 27 de Noviembre del año anterior, ajustado entre el mismo Gobierno y la Compañía de Salitres dé Antofagasta, sino al solemne compro­miso contraído por la nación de no gravar con nuevos im­puestos la industria y capitales chilenos, ni aumentar tampoco la cuota de los que existían a la fecha en que se celebró el tratado. El Gabinete de La Paz obra en el con­cepto de que sus derechos como parte contratante en un convenio privado, son superiores a los que obtuvo Chile por virtud de un pacto internacional, solemne y de claro y explícito sentido; insinuando así la extraña teoría de que los tratados públicos ceden a las necesidades reales o fic­ticias que modifican o interpretan los derechos civiles en las naciones que un han celebrado.

Claro está que si semejante doctrina fuese en algún modo admisible, los tratados no tendrían objeto y las relaciones internacionales carecerían en lo futuro de seriedad y con­sistencia. En una palabra, desaparecería la personería jurí­dica de las naciones para cuanto dijese relación a sus mutuas garantías, derechos y compromisos.

Los tratados de comercio, entre otros, llegarían a ser letra muerta, una vez que siendo el impuesto aduanero, como todo impuesto racional y científico, nada más que la compensación de un servicio reglado por un contrato tá­cito, fácil le sería a cada parte contratante alterar a su antojo o a medida de sus necesidades, el tipo arancelario, apoyándose en razones idénticas a las que hoy alega el Go­bierno de Bolivia, esto es, la primacía de sus derechos como contratante, sobre los derechos y obligaciones definidos en el pacto internacional respectivo.

Más aun cuando fuera admisible la prioridad de sus de­rechos de contratante, sobre sus obligaciones internaciona­les, que el Gobierno de Bolivia establece como punto de partida del decreto de, 1° de, Febrero, todavía sería éste, irregular y monstruoso, por cuanto en él se prescinde: pri­mero, del carácter definitivo que tuvo el arreglo de 27 de Noviembre de 1873; segundo, de la aprobación tácita que le impartió ha en sus sesiones de 1874; y tercero, de la tranquila posesión en que tuvo la Compañía de los derechos provenientes de ese convenio, durante los años de 74, 75, 76, todo el año de 1877, y los primeros cuarenta días del de 1878.

Porque tratándose, sobre, todo, de empresas como aquella que ha acometido y llevado a cabo la Compañía de Sa­litres de Antofagasta, no puede admitirse racionalmente que los derechos y garantías que le sirven de base puedan ser alterados o revocados en cualquier tiempo y a voluntad de una de las partes. Ningún contrato sería posible en tales condiciones y mucho menos aquellos en los cuales, como el del caso en cuestión, es menester aventurar gran­des capitales y desarrollar considerables y valiosos intere­ses, cuya compensatoria fructificación es obra de mucho tiempo.

El Gobierno de Bolivia desconoce, sin embargo, estas sencillas a par que severas reglas de equidad y de justicia, y alegando pretendidos derechos de suprema tuición, decla­ra roto y rescindido el convenio o contrato de 27 de Noviem­bre de, 1873 y despojada la Compañía de todos los derechos que ese contrato le acuerda, y de que estuvo en posesión por espacio de cinco años largos.

Y con el objeto de, dar a la monstruosa medida de despojo apariencias de legalidad, aunque tardía, y aun de intrínseca justicia, hace entender el mismo Gobierno: primero, que fueron graciosas e ilegales las primitivas concesiones hechas a la Compañía, y luego que el decreto de Febrero de 1878 interpreta y aplica rectamente la ley que autorizó y sobre que reposta la transacción de 27 de No­viembre de 1873.

Nada hay de cierto en cuanto a la pretendida gratuidad de las concesiones primitivas, pues la Compañía no entró en posesión de ellas sino después de haber construido un muelle sólido para el uso público en el puerto de Antofagasta, y de haber abierto y entregado al tráfico una carretera, que, partiendo del mismo puerto se interna en el desierto por espacio de más de 25 leguas, y que está dotada de cuantas comodidades requiere un tráfico comercial activo y seguro.

También se echa en olvido que hay riquezas que no tienen valor alguno cambiable, sino a condición de que tu trabajo inteligente las movilice y trasforme con el auxilio
del capital, de modo que en paridad de verdad las concesiones que de ellas se hacen, carecen de valor o importancia, en tanto que no venga a completarlas una labor industrial verdaderamente creadora.

Cuajado de tales riquezas estaba el litoral boliviano antes de que a él acudiesen el trabajo, la industria y el capital chilenos; y sin embargo ellas para nada aprovechaban a Bolivia, y el yermo y la sociedad constituían su único marco. No es admisible, pues,  la alegada gratuidad de las concesiones primitivas, aun cuando no hubieran existido las valiosas compensaciones de que se ha hecho mérito, puesto que son incontestablemente el trabajo y el capital chilenos, los primeros factores de la riqueza, de la pobla­ción, del tráfico y desarrollo, social que tan brotado en aquella comarca, a contar desde el año 1866.

Además de esto, los Gobiernos no tienen facultad para romper por sí solos los contratos que celebran, erigiéndose, aunque sean parte, en jueces soberanos, pues si de tal po­der estuvieran legalmente, revestidos, es seguro que nadie se aventuraría a tratar con ellos. El Gobierno que es parte en un contrato, no puede anular éste, ni redimirse de las obligaciones que ha contraído, sino apelando a los mismos trámites que los particulares y aceptando como éstos la decisión final de los tribunales de justicia que para tal efecto han sido constituidos.

Aun es menos admisible que el decreto abusivo de Fe­brero de 78, sea un acto legal complementario de la ejecución de la ley que autorizó la transacción de 27 de Noviembre de 1873, ora porque esta ley no reservó expresamente a la Asamblea la facultad de aprobar o improbar lo que hiciera su mandatario, ora porque, aun aceptada la certi­dumbre de tal reserva, ella se refirió en los términos “con cargo de dar cuenta a la Asamblea inmediata a la de 1874,” y ésta, en efecto, tuvo conocimiento oficial del arreglo y lo dio por bueno, observando mi absoluto y significativo silencio.

Nótese, por último, cómo uno de los rasgos característicos de las aberrantes y extrañas doctrinas sobre que re­posa el acto final y decisivo del Gobierno de Bolivia, el interés que éste muestra por la inmediata sanción de una ley, que no obstante tuvo él mismo en suspenso durante el largo espacio de nueve meses y que a la postre suspende de nuevo definitivamente.

Por lo demás, el decreto en su conjunto implica el des­pojo en masa de todos los industriales chilenos que forman la Compañía de, Salitres de Antofagasta, y el más soberano desdén por los compromisos internacionales afianzados al tenor del tratado de 6 de Agosto. No solo se prescinde de cuanto se debe a Chile conforme a ese pacto, sino de todo aquello a que en general tiene derecho, como Estado sobe­rano y como pueblo que ha sabido conquistarse un puesto de honor y de respeto en la familia de las naciones.

 


 

[1] Ahumada Moreno, Pascual. Tomo I. Páginas 51 - 52

 

 

 

 

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