Conversación entre
Salvo y Bolognesi
Quitada la venda de los ojos de
Salvo, fue introducido a presencia del jefe peruano, que de pie recibió a
nuestro enviado.
Bolognesi era un anciano de
marcial apostura; de frente ancha despejada, nariz si se quiere recta pero
un poco ancha; usaba pera y bigote y tenía todo el aspecto de un viejo
veterano.
En esos momentos llevaba un
sencillo uniforme cubierto por un paletot azul abrochado militarmente; sus
pantalones eran color garanse, es decir, grana o colorado, como los que
antaño usamos nosotros, con franja de oro en ambas piernas; y cubría su
cabeza el tradicional quepis de estilo francés, llevando al frente el escudo
peruano, que era un sol de oro:
«Un momento después el oficial
chileno llegó a la presencia del jefe de la plaza; su conferencia fue breve,
digna y casi solemne de una y otra parte.
'El coronel Bolognesi había
invitado al mayor Salvo a sentarse a su lado en un pobre sofá colocado en la
testera de un salón entablado pero sin alfombra y sin más arreos que una
mesa de escribir y unas cuantas sillas.
Y cuando en profundo silencio
ambos estuvieron el uno frente al otro, se entabló el siguiente diálogo:
-Lo oigo a Ud., señor -dijo
Bolognesi-, con voz completamente tranquila.
-Señor -contestó Salvo-, el
general en jefe del Ejército de Chile, deseoso de evitar un derramamiento
inútil de sangre, después de haber vencido en Tacna al grueso del Ejército
Aliado, me envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos recursos en
hombres, víveres y municiones conocemos.
-Tengo deberes sagrados, repuso el
gobernador de la plaza, y los cumpliré quemando el último cartucho.
-Entonces está cumplida mi misión,
dijo el parlamentario, levantándose.
-Lo que he dicho a Ud. -repuso con
calma el anciano-, es mi opinión personal; pero debo consultar a los jefes;
y a las dos de la tarde mandaré mi respuesta al Cuartel General chileno.
Pero el mayor Salvo, más previsor
que nuestros diplomáticos, le replicó en el acto:
-No, señor comandante general. Esa
demora está prevista, porque en la situación en que respectivamente nos
hallamos, una hora puede decidir de la suerte de la plaza. Me retiro.
-Dígnese Ud. aguardar un instante,
replicó el gobernador de la plaza. Voy a hacer la consulta aquí mismo, en
presencia de Ud.
Y agitando una campanilla llamó un
ayudante, al que impartió orden de conducir inmediatamente a consejo a todos
los jefes.
Mientras éstos llegaban
conversaron los dos militares sobre asuntos generales; pero el jefe sitiado
insistió sobre la necesidad de regularizar la guerra, lo que pareció
traicionar cierta ansiedad por su vida y la de los suyos; mas no se llegó a
una discusión formal, porque con dilación de pocos minutos comenzaron a
entrar todos los jefes a la sala.
El primero de ellos fue Moore,
vestido de paisano, pero con corbata blanca de marino; enseguida Alfonso
Ugarte, cuya humilde figura hacía contraste con el brillo de sus arreos; el
modesto y honrado Inclán; el viejo Arias; los comandantes O'Donovan, Zavala,
Sáenz Peña, los tres Cornejo y varios más.
Cuando estuvieron todos sentados,
en pocas y dignas palabras el gobernador de la plaza reprodujo en substancia
su conversación con el emisario chileno, y al llegar a la respuesta que
había dado a la intimación, se levantó tranquilamente Moore y dijo:
-Ésa es también mi opinión.
Siguieron los demás en el mismo
orden, por el de su graduación, y entonces dejando a su vez su asiento el
mayor Salvo, volvió a repetir:
-Señores, mi misión está
concluida... Lo siento mucho.
Y luego, alargando la mano a
algunos de los jefes que le tendían la suya cordialmente, fue diciéndoles
sin sarcasmo, pero con acentuación:
-Hasta luego.
Despedido enseguida en el mismo
orden en que había sido recibido, llegaba el mayor Salvo a su batería, a las
8:30 de la mañana, y sin cuidarse mucho de decir cuál había sido el
resultado de su comisión, pedía un alza y un nivel para apuntar sus piezas
de campaña a los fuertes del norte que tenía a su frente'».
Vicuña Mackenna termina esta
interesante página con la anotación siguiente:
«La escena y el diálogo de la
intimación de Arica, nos fue referida por el mayor Salvo a los pocos días de
su llegada a Santiago, en junio de 1880, conduciendo en el Itata, los
prisioneros de Tacna y Arica, y la hemos conservado con toda la fidelidad de
un calco»
*Asalto y Toma del Morro de Arica
de Nicanor Molinare
Relato del Capitán
del 4º de Línea don Ricardo Silva Arriagada
Mandaba la
4.ª del 2.º -me decía don Ricardo Silva Arriagada, no ha mucho- Mi compañía
contaba los mejores cazadores del antiguo 4.º
Tenía muy buenos oficiales; se me
honró dándome la descubierta en el ataque. Sobre nuestra izquierda, a tomar
el Este, marchó el 1.er batallón; a nosotros, los del 2.º, nos
enviaron a los fuertes de la costa, a los de La Lisera; eran cuatro, con
cinco trincheras, foseadas en forma de media luna.
Partimos oblicuando sobre la
izquierda, con esta en cabeza, en movimiento envolvente; el ataque fue
rapidísimo; no hicimos fuego sino cuando ya estábamos encima; todo el 2.º
batallón, ciego y con rapidez asombrosa, tomamos todos los fuertes de la
playa y llegamos al recinto mismo del Morro; sentimos el toque de «¡Alto el
fuego!»
Nos detuvimos un momento, y como
hubieran muchas bajas, de acuerdo todos seguimos el asalto y penetramos a la
gran plazuela, y me dirigí a un fuerte cuadrado y con rieles que había en el
medio.
Cuando llegué al mástil, que
enarbolaba la insignia peruana con varios de sus soldados, nadie, de nuestro
ejército, se había adelantado a mí.
Más tarde pude ver los cadáveres
de Bolognesi, Moore y Ugarte. Todos decían que después de haberse rendido
vulgarmente, la tropa los había ultimado a culatazos, porque, con felonía,
estando rendida la plaza, le dieron fuego a los cañones, reventándolos.
El cadáver de Alfonso Ugarte se
encontraba en una casucha ubicada cerca del mástil, al lado del mar, mirando
hacia el pueblo; en ese lugar, las rabonas del Morro cocinaban el rancho; y
ahí, esas pobres mujeres, tenían oculto el cadáver de Alfonso Ugarte; era un
hombre chico, moreno, el rostro picado de viruelas, los dientes muy
orificados, de bigote negro.
Aquellas mujeres tenían profundo
cariño por Ugarte, y para guardar su cadáver, lo habían vestido con un
uniforme quitado a un muerto chileno.
Pude saber que era el coronel
Ugarte, porque el doctor boliviano Quint cuando lo vio, exclamó:
-¡Pobre coronel Ugarte; no hace
mucho, lo he visto vivo!
Más tarde se dio la orden de
arrojar al mar todos los cadáveres; sin duda que botaron también el de
Alfonso Ugarte, porque no se pudo encontrar.
En ese mismo día, ofreció su
familia 5.000 soles plata por los restos del coronel; se buscaron mucho; di
noticias, detallé lo ocurrido, pero nada se descubrió.
Esto ocurrió largo rato después de
rendida la plaza.
Iba a descender al plan por un
senderito que vecino al mástil se encontraba, cuando varios jefes peruanos
subían a la altura; uno de ellos me dijo:
-¡Sálvenos, señor; estamos
rendidos!
Eran los señores comandantes don
Manuel C. de La Torre, don Roque Sáenz Peña y el mayor don Francisco Chocano,
que arrancando de la furia de los soldados chilenos, se rendían a
discreción.
La Torre me entregó su revólver;
don Roque Sáenz Peña estaba herido en el brazo derecho. En el acto tomé las
medidas del caso para salvarlos.
La tropa que venía atacándolos,
continuo disparando; mandé hacer «¡Alto el fuego!», y sólo haciendo
esfuerzos soberanos, pude mantener a nuestros hombres.
-ENTRÉGUENOS LOS JEFES CHOLOS,
PARA MATARLOS, MI CAPITÁN -gritaban y vociferaban todos a la vez.
La Torre y Chocano pedían a gritos
perdón; Sáenz Peña se mostró tranquilo, sereno, imperturbable; si hubo
miedo, en don Roque, no lo demostró; aquello resaltó más y se grabó mejor en
mi memoria, por cuanto los dos prisioneros peruanos clamaban ridículamente
por sus vidas.
Cierto que el trance fue duro,
apurado, y él subió de punto cuando al pasar cerca de una de las piezas del
Morro, reventó ésta, en circunstancias que, revólver y espada en mano,
defendía a mis prisioneros.
La explosión fue tremenda; la
muñonera del cañón, por poco no mata a uno de ellos; la tropa, ciega, se
vino encima gritando:
-ENTRÉGUENOS LOS CHOLOS TRAIDORES,
MI CAPITÁN».
El comandante La Torre agrega:
-Nosotros no somos culpables; esas
piezas, posiblemente, tenían mechas de tiempo; no nos maten; nada sabemos;
no tenemos participación.
Chocano une sus súplicas a La
Torre, y al fin consigo salvarlos. Don Roque Sáenz Peña, mudo, no habla, no
despliega sus labios; pálido se aguanta, ¡y se aguanta!
En esos momentos, varios soldados
persiguen a tiros a unos infelices, y éstos se precipitan por una puerta que
existe en el suelo, nuestros hombres llegan y hacen fuego. La Torre y
Chocano, que ven aquello, gritan:
-Por Dios, no hagan fuego; ésa es
la Santa Bárbara del Morro, la mina grande; hay más de 150 quintales de
dinamita; está llena de pólvora y balas; ¡va a estallar!
La tropa se detiene, y ante la
declaración de La Torre, que es el jefe de Estado Mayor enemigo, comprende
la suprema necesidad de salvar a esos prisioneros, y se tranquiliza.
Las geremiadas de los prisioneros
peruanos continúan, y solícitos a todo, dan muestras de miedo, pero de mucho
miedo.
Don Roque Sáenz Peña sigue
tranquilo, impasible; alguien me dice que es argentino; me fijo entonces más
en él; es alto, lleva bigote y barba puntudita; su porte no es muy marcial,
porque es algo gibado; representa unos 32 años; viste levita azul negra,
como de marino; el cinturón, los tiros del sable, que no tiene, encima del
levita; pantalón borlón, de color un poco gris; botas granaderas y gorra,
que mantiene militarmente.
A primera vista se nota al hombre
culto, de mundo.
Más tarde entrego mis prisioneros
a la Superioridad Militar, que los deposita, primero en la Aduana, y después
los embarcan en el Itata.
*Asalto y Toma del Morro de Arica
de Nicanor Molinare
Relato del
Teniente del 4º de Línea Carlos Aldunate Bascuñan
«Pertenecía a la 1.ª del 1.º; mi
capitán La Barrera era todo un valiente; Ricardo Gormaz, veterano del 4.º,
ejercía de teniente; como subteniente de mi compañía, y en orden de
antigüedad, servíamos el Maucho Meza, yo y Julio Paciente de La Sotta. Esa
mañana teníamos 93 hombres, de capitán a tambor; la jornada había sido muy
dura, muy cruda; nosotros perdimos ahí diez o doce hombres muertos, y los
heridos de la 1.ª alcanzaron a 22. De la Sotta y Meza quedaron como arneros.
Sólo mi capitán, Ricardo Gormaz, y yo, estábamos ilesos.
Nuestras clases habían peleado
bien; el 1.º Jara y los sargentos Domingo Sepúlveda, Juan Francisco García,
todos se habían conducido admirablemente.
Mi comandante San Martín cayó
cerca del Morro, al salir del último bajo; la tropa lo supo, y los
polvorazos, minas o la muerte de mi comandante, se decía que había perecido,
enfurecieron a todo el mundo.
En estas circunstancias, después
de 45 ó 50 minutos de pelea, llegamos al centro de la Plaza del Morro; me
acompañaban cuatro o cinco soldados y un sargento; a mi retaguardia corría
todo el regimiento.
No en el mismo centro, un poco
cerca de las piezas que daban al mar estaba Bolognesi, don Juan Guillermo
Moore, vestido de paisano; Espinosa, chiquito, y otros jefes peruanos más.
La tropa, obediente a mi voz, se
detuvo y rodeó a los comandantes enemigos.
Bolognesi se dirigió a mí y me
dijo:
-Estoy rendido; no me mate, que
estoy herido; ¡soy un pobre viejo cargado de hijos!
En el acto contesté:
-Los oficiales chilenos no matan a
los heridos ni a los prisioneros.
Bolognesi, en señal de rendición,
gritó a los suyos:
-¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!
Sobre la marcha, recibí de manos
del coronel don Francisco Bolognesi, su espada, y del capitán Espinosa, la
suya.
Esas armas las poseen hoy, don
Juan Miguel Dávila Baeza, la de Bolognesi y la familia de mi capitán don
José Losedano Fuenzalida, la de Espinosa.
Don Juan Guillermo Moore,
Bolognesi y Espinosa, fueron inmediatamente puestos bajo custodia, para
librarlos de la furia de los soldados que no querían dar cuartel.
Yo continué mi camino, acompañado
por mi sargento Briones y tropa de mi compañía, y en demanda de otra
situación.
Por desgracia, habiendo cesado el
fuego y dándose por todos la orden de no continuarlo, y estando rendido
aquel poderoso reducto, un infeliz soldado, dicen algunos, ¡jamás se sabrá
quien fue, creo yo, hizo reventar uno de los grandes cañones de la batería
del mar!
Esa felonía volvió loco a todo el
mundo, y a nadie se perdonó entonces la vida.
Más tarde pude ver juntos los
cadáveres de Bolognesi, Moore y otros que no recuerdo. Bolognesi tenía roto,
destapado el cráneo de un culatazo.
La tropa, furiosa, los mató
estando rendidos».
*Asalto y Toma del Morro de Arica
de Nicanor Molinare
Relato del Soldado peruano Manuel Salazar del Batallón
Artesanos de Tacna
"Sobreviviente de la épica jornada de
Arica que alumbra nuestra historia con resplandores de gloria, he leído con
emoción la defensa que hacen ustedes de mi inolvidable jefe, héroe coronel
don Francisco Bolognesi, agredido después de su noble martirio por un
escritor chileno que pone en labios de mi coronel frases jamás expresadas.
Quiso la fortuna que me enrolase para
defender a mi Patria en el batallón Artesanos de Tacna, comandado por el
señor coronel don Marcelino Varela, en la 6ta Compañía a orden del capitán
don Pedro Vidaurre, y nos cupo defender la 1ra. batería del Este. Como a las
9 am nos replegamos al Cuartel General, donde al lado del coronel don Manuel
de La Torre se hizo la última resistencia.
Al llegar al lado izquierdo, dirigidos por
el capitán don Luis Benavides, ayudante del comandante don José Joaquín
Inclán, y antes de ser herido pude ver (y lo recuerdo con exactitud) que los
soldados chilenos que avanzaban por las cuchillas del Cerro Gordo llegaban
al Cuartel General, en donde se inició una lucha cuerpo a cuerpo. Al grupo
donde estaban el señor coronel Bolognesi con el capitán de Navío Moore,
rodeaban en estrecho perímetro algo así como mil soldados chilenos que se
estrecharon a la bayoneta con los de la primera fila. Rota ésta en un
desorden espantoso en que se confundían gritos de ¡VIVA EL PERU! y Chile,
los ayes de las víctimas y mil imprecaciones, y estando yo como a diez pasos
de mi coronel Bolognesi, éste, revólver en mano disparó sobre la masa
chilena. Cayeron heridos, lado a lado, el coronel Bolognesi y el capitán
Moore.
Yo, sin apercibirme de que había sido
herido en el cuello, disparaba contra el grupo. El coronel Bolognesi
disparaba con su revólver intentando levantarse, y dándonos ánimo para
continuar peleando, volteando hacia mi exclamó: ¡No hay que rendirse!
¡Miserables! ¡Viva el Perú! El mayor Blondel que estaba a su lado haciendo
fuego con un Winchester, repitió las mismas frases cayendo muerto instantes
después.
Cuando ya todo era un campo de muertos, el
soldado de mi Compañía Pascual Méndez y los sargentos Carlos Rodríguez y
Jorge Salgado del Granaderos de Tacna, nos trenzamos a bayonetazos con los
de la 1ra fila chilena. Yo logré atravesar al chileno que me acometió, que
era joven como de 20 años, el que alcanzó a herirme el hombro con su
bayoneta. Al caer desangrado por ésta y la anterior herida, ya mi coronel
Bolognesi estaba muerto. Un chileno avanzó y le arrancó la presilla del
hombro izquierdo. En este acto de violencia, el cadáver de mi coronel fue
movido hasta quedar casi sentado, desplomándose enseguida; otro soldado
chileno, entrado en años, le puso el pie sobre el brazo y le arrancó la otra
presilla del hombro derecho.
Un oficial de las fuerzas enemigas daba,
en medio del vocerío, las voces de "alto el fuego".
Es pues, completamente falso el relato del
articulista chileno que calumnia al héroe del Morro haciéndolo aparecer como
pidiendo piedad. El coronel Chocano, 2do jefe de mi batallón, fue también
testigo de estos hechos. Esto es lo que he visto hasta el momento en que por
efecto de las heridas perdí el conocimiento, encontrándome al volver en mí
en el hospital de heridos.
Ruego se dignen publicar la presente como
restablecimiento de la verdad histórica
Firmado
Manuel Salazar, Soldado del Batallon del
Artesanos de Tacna
Barranco, Junio 22 de 1909
SS.EE. de "El Comercio"
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